No, no estoy repitiendo el estribillo de una antigua canción infantil… ¡ya me gustaría estar de nuevo en la infancia, para mí un tiempo maravilloso! Sólo me pregunto acerca del futuro, hacia dónde podemos mirar en estos momentos de desazón con noticias alarmantes sobre crisis económica mundial, cambio climático/global, diferencias marcadas entre países, confusión ¿hacia dónde?
Les propongo un lugar, sí, un lugar que creemos «a priori» muy bien estudiado, que pensamos controlado, del que intuimos saber todo, aunque les aseguro que no conocemos sino una ínfima parte de su contenido, de los complejos mecanismos que lo rigen, de los enigmas que encierra, de las sorpresas que aún le quedan por depararnos y quizás de muchas de las soluciones a los problemas que atañen y preocupan hoy en día al hombre: hablo del océano. Cierto, muy cierto, que existen excelentes equipos de investigación, preparados y trabajando en el día a día de forma puntera; magníficos y ambiciosos proyectos y programas que apoyados desde distintos gobiernos y diferentes instituciones indagan misterios de las aguas marinas, pero aún queda mucho por hacer y en especial por desvelar. Y si bien es verdad que las zonas costeras hasta unos doscientos metros hacia abajo aproximadamente- y ciertas comunidades de organismos por ser más visibles, más evidentes, resultan cercanas y se prestan a ser mejor conocidas, aún sabemos muy poco, casi nada señores, de lo que encierran los océanos en sus aguas, sobre todo en profundidad.
Como dato de apoyo a lo anteriormente expuesto, estarían los descubrimientos recientes, hace muy poco tiempo, en concreto en la década de los setenta del siglo XX, de las llamadas fumarolas hidrotermales o «fumarolas negras», localizadas cuando el submarino Alvin bajo la dirección científica de Robert Ballard- descendió a gran hondura unos dos mil quinientos metros- para estudiar «in situ» el sustrato de una fosa en el Pacífico (Galápagos, 1979) y se pudo observar que de las fisuras del suelo marino emanaban unas columnas de gases de azufre (a 350 grados de temperatura), que generaban en su entorno la presencia de una fauna desconocida hasta entonces (extraños crustáceos, gusanos y moluscos) con signos evidentes de gigantismo y morfología atípica. Pero lo más interesante del hallazgo fue detectar que la energía utilizada por las bacterias en dicho enclave procedía del azufre del interior del fondo marino y no del sol, cuyos rayos sólo penetran muy poco en superficie. Estos resultados sobre requerimientos hicieron temblar, en su día, los cimientos de los conceptos que había hasta entonces sobre ciclos y funcionamiento del sistema a gran profundidad. Además, en cualquier zona oceánica, en aguas y fondos a partir de quinientos u ochocientos metros en vertical, es escasa la información que se tiene sobre organismos, muchos de los cuales presentan formas aberrantes y de los que tenemos noticias, muchas veces, sólo cuando aparecen esporádica y casualmente en artes o aparejos de pesca, súbitamente muertos en la superficie o bien son arrastrados hacia algún lugar costero, causando para los que nos dedicamos a la investigación científica una sorpresa muy agradable y un misterio que intentamos descifrar y -por qué no decirlo- publicar en revistas especializadas… lo antes posible.
De ahí que, desde pequeños y curiosos organismos que se mueven plácidamente en las aguas (y que yo denomino cariñosamente por deformación profesional: nómadas oceánicos), transparentes y frágiles como medusas y aguasvivas, que no es lo mismo-; gigantes ballenas y rorcuales que recorren tranquila y pausadamente las aguas del Planeta con dos objetivos fundamentales: alimentarse en zonas polares y reproducirse en enclaves cálidos, incluso aquellos que prefieren instalarse en una zona determinada como las colonias de calderones del sur de Tenerife
hasta los colosos, enigmáticos y huidizos, calamares gigantes, que muy pocos han visto dados sus hábitos preferenciales por lo más oculto de los mares donde buscan afanosamente alimento y -en ocasiones- combaten ferozmente con sus enemigos acérrimos: los cachalotes… queda mucho por descubrir.
Hace poco leyendo un informe sobre el registro «oficial» de especies marinas no me sorprendí en absoluto cuando se anunciaba que ya supera las ciento veinte mil especies. Pero menos me asombra que esta cifra sólo represente un escaso porcentaje (alrededor de un 20%) de lo que en realidad albergan los océanos, según hipótesis estimada y aceptada por la mayoría de los científicos.
Falta mucho por hacer, pero sobre todo por conocer y, probablemente, nos llevaremos gratas sorpresas y también nos emocionaremos ante noticias que se publiquen, en años venideros, cuando técnicas de observación y recolección de organismos que habitan lugares crípticos y de difícil acceso (cuevas, cornisas, grandes abismos) sean aún más modernas e innovadoras que en la actualidad.
Por eso, cada vez que me pregunte en mitad de mi jornada laboral, después de estudiar una extensa publicación sobre la aparición de nuevas formas de vida a varios miles de metros de profundidad; de examinar los resultados de investigaciones sobre el papel de los océanos en el cambio global, captando el exceso de dióxido de carbono de la atmósfera y generando y expulsando oxígeno para la misma; de analizar un amplio documento sobre los recursos de zonas ricas en pesca del Planeta, entre las que se encuentra la cercana costa africana; de conocer los informes sobre la viabilidad del krill un tipo de gamba, dieta de ballenas- como ingesta futura para el hombre o discutir los últimos avances sobre la utilización de microalgas como opción sustitutiva de cultivos de vegetales terrestres destinados a biocombustibles muchos de los cuales están creando polémica y causando estragos con relación a la alimentación del hombre y la ecología de la Tierra-…sí, sí, cuando me pregunte intrigada ¿dónde están las llaves? ¿las llaves del futuro? Probablemente me responda ilusionada, como siempre y sin dudar: en el fondo del mar, matarile, rile…la.